Domingo, 19 de Mayo 2024
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España UPEyDE Titulo: 20N: las elecciones más trascendentales desde 1977. Texto: En 1977 los españoles votaron unas Cortes constituyentes encargadas de redactar una Constitución democrática que enterrara al régimen franquista y abriera paso a una nueva democracia. El proceso, conocido como Transición, se desarrolló con mucho éxito a pesar de las amenazas del golpismo militar, del terrorismo, de la endeblez de los partidos políticos, y de la escasa cultura política de una ciudadanía acostumbrada a una dictadura paternalista y autoritaria. Sin duda debemos a la Transición la recuperación de la libertad política y la instauración de un Estado de derecho innegable, a pesar de sus defectos e insuficiencias. Pero una transición no puede eternizarse sin degenerar, y eso es lo que ha acabado ocurriendo por la negativa de los partidos de 1977 a introducir cambio alguno en el sistema pactado y constitucionalizado para salir de la dictadura. Una democracia desarrollada no puede estar eternamente saliendo de la dictadura; ya hemos salido, sí, pero para caer en la partitocracia de un bipartidismo imperfecto que, para defender contra viento y marea su permanencia en las instituciones, ha degradado éstas hasta un límite insoportable en algunos casos. La administración de Justicia está intervenida por los partidos políticos. El sistema empeoró drásticamente después de 1984, cuando PP, PSOE y compañía se pusieron de acuerdo para arrebatar a los magistrados la elección de sus representantes en el CGPJ. La consecuencia ha sido la pérdida de la mínima autonomía exigible a la Justicia en un Estado de Derecho, como ha probado demasiadas veces la intervención partidista de la Fiscalía del Estado y, lo que es más grave, del Tribunal Constitucional. Las Comunidades Autónomas, creadas en un alarde de imaginación político-jurídica como vía para descentralizar el Estado evitando la formulación clara de un modelo federal –que hubiera sido lo lógico pero se apreció inoportuno por el miedo al golpismo-, han terminado degenerando en 17 miniestados financieramente insostenibles que han laminado, además, el principio de igualdad de los ciudadanos (especialmente en sanidad o educación), diluido el mercado único y competitivo en una trama de normas intervencionistas insoportables, y finalmente nos ha arrastrado a todos a una gigantesca crisis de la deuda pública por su irresponsabilidad fiscal, su despilfarro de medios, su manipulación de las Cajas de Ahorros y su opacidad contable. El desarrollo extraviado de los principios constitucionales de protección del patrimonio cultural y lingüístico –fue un error introducirlos en la Constitución-, así como de las peculiaridades históricas de determinadas comunidades -¿y cuál no las tiene?-, ha conducido al despropósito de la protección de los derechos históricos vascos y navarros, con sus correspondientes Conciertos económicos –privilegios anacrónicos condenados a desaparecer pronto-, y a la justificación de agresivas ingenierías sociales nacionalistas como la normalización lingüística y su correlativa inmersión lingüística en la educación obligatoria. Ni PSOE ni PP han sido capaces de oponerse a este estado de cosas, y en realidad han acabado adaptándose al mismo e incluso potenciándolo cuando han gobernado (por ejemplo en Galicia, Cataluña y Comunidad Valenciana). La negociación de transferencias del Estado a secciones autonómicas de partidos, o a partidos nacionalistas y regionalistas, vía Comunidad Autónoma y a cambio de apoyos parlamentarios, se ha convertido en la forma de política más eficaz para la defensa de intereses locales y partidistas. Ello ha convertido al modelo nacionalista de política en el de más éxito, imitada por todos hasta destruir el carácter nacional de los partidos y reverdecer el viejo caciquismo, con sus corolarios de corrupción, opacidad, clientelismo y atraso social y cultural. Escándalos como los EREs socialistas en Andalucía son un lamentable ejemplo de esto. Y finalmente, la degeneración del sistema de la Transición ha conducido a la instauración de un gigantesco Estado con varios estratos de administraciones que se copian y replican entre sí (Estado, Comunidades Autónomas, Diputaciones, Ayuntamientos y órganos intermunicipales como las mancomunidades, etc), con un gasto corriente descomunal y una gestión francamente mejorable, cuando no completamente disparatada. Un mega-Estado elefantiásico que se ha convertido en el principal problema económico de España pues, lejos de resolver los problemas financieros, consume recursos sin ofrecer servicios y compite de modo ventajista con la economía productiva en la captación de crédito. La única justificación de ese mega-Estado, en buena medida parasitario, no es otra que mantener a los partidos políticos de la Transición permitiéndoles colocar en las administraciones y entes asociados (unos 20.600, según un cálculo no refutado por nadie) a sus afiliados y socios. Todo este proceso degenerativo ha sido propiciado y mantenido por una Ley Electoral pactada con los procuradores franquistas para que estos aceptaran el harakiri incruento de sus Cortes, y limitar de paso la entrada de partidos en el Parlamento constitucional, primero por un miedo razonable a la proliferación de minipartidos inestables pero que, enseguida, se convirtió en irracional prevención y hostilidad al pluralismo y a la participación ciudadana. Es un fracaso de la Transición, y un signo del curso que ha tomado para tratar de eternizarse, que la electoral sea una de las pocas leyes preconstitucionales que se niegan a reformar los partidos viejos (con las leyes laborales defendidas a capa y espada por los sindicatos, en una colusión de intereses conservadores que no es nada casual). El resultado ha sido un bipartidismo paralizante, estéril e incompetente cada vez más detestado por más ciudadanos y, sin embargo, más cerrado sobre sí mismo para perpetuarse como la única alternancia posible. Precisamente es la oportunidad de propinar un severo correctivo al bipartidismo de la Transición inacabable, y ya a ninguna parte, la que convierte estas elecciones en las más trascendentales desde 1977. Porque si el resultado fuera una confirmación aplastante de que ese sistema no tiene alternativa parlamentaria, seguiría también la confirmación de que no hay alternativa al modelo partitocrático que ha agravado la crisis económica n,i por supuesto, alternativa alguna al modelo económico responsable de la monstruosa cifra de cinco millones de parados y 55% de paro juvenil. Tendríamos, durante largos años, un remedo ficticio de democracia: sin justicia independiente, con caciquismo autonómico y opacidad, insoportables tensiones nacionalistas y, en la práctica, la intervención internacional del Estado que emplearía al Gobierno como un administrador de sus intereses prioritarios, en la línea de la vergonzosa reforma-exprés del artículo 135 de la Constitución impuesta por el BCE. Pues bien, hay alternativa este oscuro panorama. Y la alternativa es política, porque los problemas políticos se solucionan con propuestas políticas positivas y con buenas ideas, no con ideologías anacrónicas y perezosas. La alternativa es elegir el voto a un partido con un programa serio, plausible y realista, decidido a la reforma del Estado para cerrar la Transición pasando un estadio de más democracia, más participativa, más transparente y más eficaz, tanto política como económicamente. Para que España, ahora sí decididamente federal, forme parte de esa nueva Europa federal que urge y todavía hay que imaginar. Para mí, claro está, ese voto es para Unión Progreso y Democracia. Salvo que se desee que nada cambie, en una especie de utopía negativa que se hará pedazos contra la realidad más pronto que tarde.