Jueves, 02 de Mayo 2024
Cabo de Gata Center. Hotel Senderos
España Partido Socialista Titulo: Rosario La Mulata. Texto: Era 1986, entonces yo realizaba alguna tarea de voluntariado con mujeres pertenecientes a grupos desfavorecidos. Casi todas las tardes recalaba en aquel cuchitril de Lavapiés que tenía como única zona común una sórdida cocina casi sin luz. Allí se contaban las cosas de la vida (¿vida?) de las mujeres. Horas de alfabetización, charla, abrazos y lágrimas y, de vez en cuando, músicas de ultramar, alegría y ron. Rosario La Mulata era una dominicana grande y fea pero con un cuerpazo de hembra caribeña hecho para el trabajo duro y la maternidad. Caderas anchas, muslos como columnas, pechos generosos, manos de esclava del campo y ojos de no dormir. La Mulata había parido, a sus 35 años, 12 hijos de no se sabe cuántos hombres casi todos malos, menos uno. El peor de esos hombres, El Italiano, mató a dos niñas gemelas, hijas suyas y de Rosario, por ver si eso le haría más daño que las palizas habituales. El asesino acabó en una cárcel dominicana, con una condena de 20 años. Y La Mulata, herida para siempre, se vino para España con la única compañía de Samuel, de dos años, el último de sus vástagos. Era increíble ver la fusión física y afectiva que existía entre esa madre y su hijo. Cuando los conocí Samuel tenía ya 4 años y me pareció que era él quién cuidaba de ella: sus manitas siempre acariciando la cara de su madre cuando la veía triste, los besos listos para calmar la pena, un vaso de agua cuando Rosario llegaba de trabajar y un festival de sonrisa infantil siempre preparado para los ojos agotados de su mami. Ese niño era el seguro de vida de su madre, la única vida que a ella le quedaba. Pasé muchas tardes con Rosario La Mulata y su grupo multiétnico en aquella humilde cocina. Nos sentábamos por turno, de forma natural, en los cuatro únicos taburetes y algunas veces hasta bailábamos bachatas y merengues que quitan las preocupaciones. Quise mucho a esa mulata inteligente y buena que nunca entendió por qué tantos le hicieron tanto daño. Si yo no hubiera sido entonces tan joven y cargada de prejuicios, habría podido amarla. Ella me pretendió siempre. Asqueada de los hombres, La Mulata ya sólo quería unos brazos de ternura femenina en su cama. La dura vida de Rosario transcurría entre largos trayectos de metro y autobús que la llevaban al almacén de conservas en el que trabajaba, a las afueras de Madrid, y las horas en aquella pequeña cocina tratando de inventar algo difrente para cenar. La Mulata se esforzaba por crear una atmósfera de hogar que nunca llegó a conseguir… tan sólo eran reales las risas de Samuel. El 18 de febrero de ese fatídico año yo fui a recoger a Samuel al cole. Solíamos esperar a su madre en el parquecito cerca de la casa o arriba si hacía frío. Ese día, no lo olvidaré nunca, el cielo de Madrid era gris metalizado y soplaba un viento inaplacable. Subimos a tomar leche caliente y a hacer los deberes. Nadie había fregado los platos de la cena y la ventana del único baño, junto a la cocina, se había quedado abierta. El lugar no podía ser más desapacible, menos mal que la sonrisa de Samuel lo limpiaba todo. A las cinco y media llamaron a voces desde el patio. Clarisa, la prima de La Mulata, me reclamaba en la ventana. -¡Fui al locutorio y allá me dijeron que hace días soltaron al Italiano! exclamaba Clarisa. - Bueno, mujer -le dije- Dominicana está muy lejos! -tengo miedo, señora, ese hombre es el diablo! -Tranquila Clarisa, estamos en España, no te preocupes… Volví a las tareas con Samuel pero cuando me senté a su lado el niño clavó en mí una mirada de pánico. Entonces fue cuando me di cuenta del peligro. Cayó la noche y se hizo eterna. A las 7 de la mañana vino la policía. El Italiano había degollado a La Mulata en el metro. Samuel me agarró de la mano y nunca más ha vuelto a sonreír.